Por: Josué David Piña

 

Dedicado a mi profesor Ronaldo González Valdéz

En Sinaloa siempre ha existido la percepción de lo mucho que compartimos con los sonorenses culturalmente; y podríamos asegurar que esa misma apreciación se sostiene de manera recíproca por nuestros vecinos del norte. Nos unen, por ejemplo, el gusto por la carne asada, los mariscos, el extremo calor de esta zona y los consecuentes comentarios populares en torno a una temperatura que rebasa los 40 grados Celsius.

Estos lazos se asocian más al evidenciar los muchos regionalismos que empleamos y que son exclusivos de esta parte del noroeste del país. Palabras como “bichi”, “plebe” —y sus derivados —, “chota”, “chilo”, “curado”, “cuachalote”, “chaca”; además de una variedad de anglicismos como “chanza”, “wachar” o “cachar”.

Durante el largo periodo histórico de la colonia, Sinaloa y Sonora fueron parte de la misma provincia durante casi tres siglos. Incluso después de la Independencía de México, los habitantes de esta región decidieron ser parte de la misma entidad federativa conformando el Estado Interno de Occidente.

Aunque su existencia fue efímera y solamente logró perdurar hasta 1830. Pero en ese corto periodo su capital se ubicó entre los municipios de Cosalá, El Fuerte —en Sinaloa— y Álamos, en Sonora.

En cuanto al aspecto geográfico,  también pareciera que todo el sur de Sonora es una continuación del paisaje sinaloense, con idénticas características físicas, climatológicas y de flora.

Incluso el escritor chileno Roberto Bolaño dio cuenta de esto, quien en su aclamada novela Los detectives salvajes plasmó lo anterior cuando en la trama los protagonistas se dirigían a Caborca, en busca de la poeta Cesárea Tinajero:

“Pasamos como fantasmas por Navojoa, Ciudad Obregón y Hermosillo. Estábamos en Sonora, aunque ya desde Sinaloa yo tenía la impresión de estar en Sonora”, describió el personaje Arturo Belano.

Pero lo más cercano a un estudio riguroso sobre el tema se le debe al historiador sinaloense Antonio Nakayama (1911-1978), quien llevó este imaginario al límite al escribir “Entre sonorenses y sinaloenses: afinidades y diferencias”, obra aparecida de manera póstuma en 1991. Cabe destacar que lejos de brindar una fuente académica, el escritor se basa más bien en las impresiones que recolectó a lo largo de su vida luego de haberse desarrollarse profesionalmente entre los dos estados; así lo justificó:

“Este no es un ensayo sociológico sino solamente la cristalización de un deseo de escribir sobre las diferencias y afinidades que se notan en la conducta y el carácter de los habitantes de dos entidades vecinas que tienen una gran similitud”.

De este modo, Nakayama describe a sinaloenses y sonorenses (o sonorenses y sinaloenses) como iguales en apariencia, es decir, broncos, incultos y apáticos; peros eso sí: generosos, alegres y dueños de una franqueza que casi llega a la grosero.

Una de sus principales afinidades indiscutibles entre ambos vecinos y que hace significarlos es su manera de hablar a gritos. No pocos podrían pensar como Nakayama, que no hay otra región de México en que se grite tanto como en Sinaloa y Sonora.

“Unos más, otros menos, sonorenses y sinaloenses son broncos por igual, no importa cuál sea su condición social. Gritan por cualquier motivo y cuando miran a un conocido en la calle le llaman en una forma tan estentórea que puede oírse a varias cuadras, o bien por medio de un silbido que taladra los oídos”, describe.

Pero dentro de esta característica sobresale la normalidad con que se expresan con palabrotas y groserías, en forma sistemática y sin motivo alguno. El historiador argumenta que el uso de palabras altisonantes ha alcanzado tales proporciones, que lo que en otros lugares se emplea solamente como un insulto, en el noroeste puede ser hasta una muestra de afecto y amistad: “Raras son las personas que guardan circunspección en este sentido, y los giros castizos se escuchan en todas partes, a todas horas y en cualquier ocasión, salidas de labios de niños y adultos de ambos sexos”, sostiene.

Sin teorizar demasiado, Nakayama considera que mucho del ser de los sinaloenses y sonorenses se debe a un determinismo geográfico: un clima adverso aunado a los siglos que permanecieron remotos de la capital de virreinato primero, y a la del México independiente posteriormente. Y es justo aquí también donde se encuentran sus diferencias temperamentales.

“El desarrollo logrado en Sinaloa no ha alterado en lo más mínimo la conducta del sinaloense, que sigue viviendo en un círculo mágico de tambora, de carreras de caballos y de mujeres, que también son el catártico para el sedimento acumulado en su psiquis por las centurias en que transcurrió su aislamiento”, no tanto así para los sonorenses, que aunque ambos llevan el mismo trauma inicial, la vida interior del sonorense se sumió en la tristeza, mientras que el sinaloense viró a la extroversión.

Nakayama asegura que los sonorenses son mucho más disciplinados que los habitantes de Sinaloa; esto es porque Sonora, dice, fue tierra de guerra debido a las continuas rebeliones de los indígenas y a las sangrientas incursiones de los apaches. El orden que fueron adquiriendo los colonos en esa zona, con ese continuo estado de defensa personal y colectiva, influiría para crearles una conciencia de respeto a la legalidad.

Sin embargo, tal vez por ese motivo el historiador considera que los sonorenses se muestran poco amistosos con las personas que no han nacido allí (pero no con los sinaloenses), al grado de verlos con cierto desdén: “esto se evidencia con el despectivo que usa para designarlas, pues para él todo aquel que vio la primer luz fuera de los términos de Sonora es un guacho”.

“La pelea contra todo y contra todos fue la que determinó fundamentalmente su carácter y a la postre resultó más práctico, austero, disciplinado y previsor que su hermano del sur”, detalla.

En este aspecto, el autor explica que la actitud del nativo de Sonora contrasta notablemente con la conducta del sinaloense para con las personas de otras regiones, ya que es más abierto, y el forastero encuentra en Sinaloa un calor de amistad “que pronto lo hace convivir con los hijos del estado”.

Otra gran diferencia que identifica Nakayama es en la cultura culinaria, dándole el crédito al estado de Sinaloa por contar con una alimentación más variada. La de Sonora, en cambio, es más simple, más primitiva, pero esto se debe a que es la que comida del explorador, detalla, ya que es la comida del hombre que iba a la conquista del desierto imponente e inhóspito: pinole, cecina hecha machaca y tortillas de harina.

“Pero las diferencias existentes no alteran la fraternidad de sonorenses y sinaloense. En el paisaje nacional, sonorenses y sinaloenses representan un grupo humano con características propias. Un grupo con personalidad recia y definida, diferente a casi todos los que integran el conglomerado del país”.

Cabe destacar que “Entre sonorenses y sinaloenses: afinidades y diferencias” de Antonio Nakayama es una obra que constantemente cae en la reproducción de estereotipos, como cuando afirma que la fama del sinaloense es “por matón” o que “goza de burlar la ley”, mientras que el sonorense se muestra como “más amigo del orden” e incluso sus jóvenes estudiantes se muestran más aplicados.

Aunque claro esto no es una explicación absoluta, ni mucho menos antropológica, sino una serie de opiniones subjetivas como el mismo autor advirtió al inicio del libro.

 

Ilustración de portada: Machateo.