Por: Mónica Yemayel

Quién no ha admirado con espanto los cuadros de tortura y las pesadillas de Goya, se preguntaba Rubén Darío en “Divagaciones sobre el crimen”. Pero enseguida tomaba distancia para decir que no hay crímenes bellos sino ante la filosofía de la crueldad y las razones del egoísmo. Advertía que el periodismo y la literatura se ocupaban demasiado de la maldad, perpetuando la sublimidad del crimen y la elegancia de la desesperación.

Los catorce perfiles de criminales latinoamericanos reunidos en Los malos (compilado por Leila Guerriero, Ediciones Universidad Diego Portales) se juegan tan en el límite entre lo bestial y lo humano que Darío contendría la respiración. El libro se arriesga y sale indemne. No estetiza ni sentencia. Presenta evidencias, expone contradicciones, señala lo imperceptible y ventila los trapos sucios de la sociedad que los parió.

Si la finca en que nació el colombiano Chaqui Chan no hubiese tenido esa gran sombra de guaduas, si no hubiese sido el lugar preferido de la guerrilla y los paramilitares para descansar, si no hubiesen asesinado a su padre y torturado a la madre –ambos ajenos a uno y otro bando–, ¿Chaqui Chan sería quien es o sería el mecánico de motos que era a los 16 años cuando huyó de su casa buscando venganza?

“Tranquilo, Chaqui, eso es normal, no piense más, haga de cuenta que fue una gallina”, le decían para calmarlo después de que descuartizara a su primer hombre, un compañero de 22 años que quería desertar. “Y uno se cree eso…Y uno empieza a ver que es normal que el carro llegue a la base y se bajen con tres personas amarradas a las que fusilan para que las despresemos…”, le dijo Alejandro Manzano, paramilitar, sicario, alias Chaqui Chan, al periodista Juan Miguel Álvarez, en la capilla de la cárcel.

Los malos es una síntesis incómoda del mal perpetrado por humanos sobre la carne de otros humanos. El Mal consumado con fusiles, machetes, piedras, picanas, perros violadores, minas caseras hechas de explosivos y mierda, y zapatos altos de taco aguja. El Mal sobre la carne viva y muerta. Humanos que descuartizan, que cocinan cuerpos en soda cáustica hasta hacerlos desaparecer, que comen la carne de otros humanos, que le dan de comer la carne de su madre a una nena de dos años.

Catorce bestias latinoamericanas. De eso está hecho el libro, de catorce flores envenenadas de nuestro jardín. Represores de la dictadura, pandilleros, paramilitares, guerrilleros, caníbales, violadores, narcotraficantes, mafiosos. Los retratos desgarran la superficie buscando el material fundante en aquello que todo hombre y mujer tienen: una madre, un padre, amores, hijos, necesidades, ambiciones, secretos, ideologías, sueños, vergüenzas, miserias, miedo. Un pasado que dejó su huella. Un presente que subordina y condiciona. Cierta casualidad fatal. Accidentes que cambian la historia. Todo eso. O nada. El riesgo, el peligro de retratar el mal. La idea de que sean tan posibles.

“Son bestias sí, pero bestias humanas”, escribe Leila Guerriero en el prólogo. Y en esa disonancia que atraviesa el libro, Los malos se desmarca de cualquier previsibilidad. “Toda decencia, toda luz, toda honestidad tienen su lado oscuro. Su inevitable viceversa –toda oscuridad, toda indecencia tienen su lado luminoso– es mucho más terrible”, dice y aviva el misterio: qué los hizo brotar, que otros esperan agazapados detrás de la puerta. O confundidos en la multitud.

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“Para quien quiera imaginarse el sadismo del que es capaz un pandillero, basta decir que El Caballo (un traidor), tras media hora de torturas, murió sin ningún tatuaje en el cuerpo, sin orejas ni brazos, ni piernas, y sin corazón…Cuando todo terminó, el corazón de El Caballo estaba en la mano derecha de El Niño”, escribe Óscar Martínez en el retrato de Miguel Ángel Tobar, alias El Niño.

La Mara Salvatrucha, una de las pandillas más peligrosas de América llegó a Centroamérica en los ´80, cuando Estados Unidos deportó a pandilleros indocumentados hacia El Salvador y Guatemala. “Lejos de enfrentar el padecimiento, decidió contagiarlo por la región”, escribe Martínez. Es llamativo que Estados Unidos y Dios sean los dos nombres propios que más se repiten a lo largo de todo el libro.

Hacia fines de los ochenta Tobar andaba por ahí, en un pueblo miserable, robando bicicletas. Años después, mientras El Salvador trepaba a los primeros puestos de los países más violentos del mundo y las pandillas se transformaban en organizaciones criminales internacionales, El Niño iba dándole cuerpo a un expediente judicial de 500 páginas. “He podido comprobar su participación en 30 homicidios –dice el periodista.– En 19, en forma directa: mató, ahorcó, macheteó, disparó”. Fue descubierto y tentado a limpiar su prontuario a cambio de delatar a sus compañeros. Mientras se escribe el perfil, es un testigo protegido en un sistema incapaz; Tobar teme por su vida; sabe que vendrán por él. “El Niño, el traidor, se queda cada vez más solo”, se lee como un presagio.

El perfil tiene dos finales. Martínez escribe uno parco y seco, inclinándose por una cuidada invisibilidad. El otro lo escribe la editora en el prólogo cuando transcribe el mail que le envía el periodista al volver del entierro de Tobar: “Este país es una mierda. No sólo porque puedan asesinar a un tipo al que todos –todos– sabíamos que asesinarían, sino por todo lo demás. Tanta miseria, abandono, odio, y todo tan lejos del lugar al que esta tarde llevaré a mi hija a pasear”. Dos sicarios habían asesinado a El Niño con seis disparos en la tarde de un viernes.

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“El Mamo” tiene un problema con el enchufe de su celda. El que oficia de electricista es el antiguo especialista en la “gigí“ –la picana infalible, el invento que un ingeniero yankee desarrolló especialmente para ellos en aquel tiempo que fue su gloria– pero el desgraciado no se lo quiere arreglar. Lo castiga, igual que hacen los demás, con el desdén y la soledad. Manuel Contreras, alias “El Mamo”, el creador de la Dirección de Inteligencia Nacional (DINA) que sirvió a la dictadura de Pinochet para torturar y aniquilar a miles de chilenos, es por estos días un ser también despreciado por quienes fueron sus subordinados. Unas declaraciones suyas develaron los privilegios de la prisión de lujo que compartían hasta hace poco, y ahora todos han ido a parar a una cárcel común.

Está leyendo en su celda El libro de Urantia –un clásico del misticismo que dicen fue escrito por extraterrestres– y cuando el periodista Juan Cristóbal Peña le pregunta de qué se trata, él responde: “Plantea que el infierno no existe”. De eso también habla Los malos. De la caída. Del principio y el fin. Y entre esas dos islas apenas distantes, en ese tiempo a veces mínimo, el horror inmenso pergeñado por unas manos de hombre o de mujer.

En sus “Divagaciones sobre el crimen” –incluido en ¡Arriba las Manos! (Eterna Cadencia Editora), una compilación de crónicas con prólogo de Ariela Schnirmajer y textos de José Martí, Fray Mocho, Enrique Gómez Carrillo y Cristian Alarcón, entre otros– Rubén Darío prefería dejar los crímenes políticos de lado, los excluye de sus elucubraciones porque allí, decía, se juega otra cosa: una creencia, una fe.

El salvajismo y perversión de los represores y criminales políticos de Los malos excede cualquier lógica de obediencia debida. Seguramente, Darío no les concedería el beneficio de quedar al amparo de ninguna creencia o fe. Ingrid Olderok, otro miembro de la DINA, tenía sus propios métodos de tortura; entrenaba perros para que violaran a los detenidos; les untaba el cuerpo para que los animales los lamieran y treparan por delante y por detrás. A pesar de la evidencia, la periodista Alejandra Matus, escribe que cuando murió: “…un grupo de vecinos habían encendido velas en su honor en la puerta de su casa. Uno de ellos, consultado por las acusaciones de tortura que pesaban contra ella, dijo a los periodistas: No somos dioses para juzgar”. Ingrid Olderok fue enterrada sin condena.

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“A veces la existencia de una persona se puede reducir a un conjunto de días intensos. En la vida de Jorge Eduardo Acosta fueron mil. Mil días vividos en la ESMA”, escribe Javier Sinay del represor argentino que reinó allí durante la última dictadura militar. Muy diferente a “El Mamo” Contreras -que difícilmente se apartaba de su escritorio-, “El Tigre” se encargaba en persona de ejecutar las torturas y cada media hora hacía un alto para ducharse, ponerse perfume y ropa limpia. Cuando alguna de las detenidas, de las que abusaba sistemáticamente, preguntaba por qué la dejaba vivir, él respondía “Yo hablo con Jesucito todas las noches y él me dice quién tiene que vivir y quién no”.

Ingrid Olderok, en cambio, tenía muchas cosas en común con la argentina Mirta Graciela Antón. “…era un mujer cruel y sanguinaria. Que les retorcía los pezones a las embarazadas. Que aplastaba los testículos de los secuestrados con los tacos de sus zapatos. Que se reía mientras torturaba. Que bailaba con los detenidos. Que mataba a sangre fría”, escribe Rodolfo Palacios en el perfil de “La Cuca”, condenada por crímenes de lesa humanidad e imputada en 211 delitos salvajes.

La pesadilla de esos años en Argentina se completa con el perfil que Miguel Prenz escribe de Norberto Atilio Bianco. Era el médico que atendía a las mujeres embarazadas y trajo al mundo a muchos de los bebés que serían apropiados por los militares. La banalidad del mal de un sistema que funcionó como liberador de la imaginación más repulsiva de sus soldados.

Hay una larga lista de testimonios que siguen celebrando las acciones de estos criminales latinoamericanos. Hay cierta facilidad inquietante para el olvido. Algo que aprovechan los malos para reinventarse. Como cuenta Sol Lauría en el perfil de Luis Antonio Córdoba, alias “Papo”, fiel servidor de la dictadura de Manuel Noriega, tan devastador que fue conocido como el “inventor del miedo” y que, tras cumplir su condena, ha fundado su propio templo evangélico y vive dando sermones a los fieles como si ningún pecado pesara sobre él.

Lejos de las dictaduras, el mal también crece fecundo. Democracias con Estados débiles y corruptos son el telón de fondo del perfil de Marcela Turati cuando retrata al mexicano Santiago Meza López, “El Pozolero”, un albañil que terminó disolviendo cadáveres para una red de narcotraficantes. Y también del perfil que Josefina Licitra escribe del argentino Rubén Ale, alias “La Chancha”, señalado como el responsable de la venta de mujeres secuestradas a prostíbulos del norte y sur del país. Y el perfil de Ángel Páez sobre el peruano Félix Huachaca Tincopa, secuestrado de su casa por Sendero Luminoso a los 16 años cuando soñaba ser ingeniero agrónomo y que, convertido en un senderista afiebrado, mató a enemigos y a civiles por igual. ¿Y la historia de “Wilmito” en Venezuela? Quizás, la más sorprendente. Alfredo Meza retrata a Wilmer Brizuela Vera, un recluso que hizo de la cárcel un país propio; la gobernó durante años exigiendo a los presos un aporte semanal y logró lo que el Estado era incapaz de conseguir: la convivencia entre los presos a punta de fusil y de recrear adentro de la cárcel la vida que llevaban afuera.

Los perfiles de los caníbales y del violador se apartan de los demás. Cuentan tragedias que sus autores elucubran en soledad, sin pertenencia a un colectivo, sin motivaciones políticas ni económicas. Clara Becker retrata a la brasilera Bruna Silva, parte de una secta de tres miembros, un triángulo amoroso “que predicaba el anticapitalismo y la contención demográfica de la población. Así, como ángeles vengadores mataban mujeres que tenían úteros malditos”; después, se las comían. Julio Pérez Silva, en cambio, violaba, mataba, arrojaba a las mujeres en fosas profundas y se quedaba escuchando cómo crujían sus cuerpos mientras iban cayendo hacia lo más profundo. Rodrigo Fluxá retrata al chileno -marido adorado por las mujeres que tuvo y padre protector de hijas mujeres- que fue condenado a prisión perpetua por catorce asesinatos. En la cárcel se hizo devoto evangélico y ahora dirige un grupo de oración.

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El inspector que apresó a El Niño le muestra sus fotografías de colección al periodista y le explica su teoría sobre la transformación de los rostros antes y después de matar. “…Son fotos de muchachos que primero parecen asustados, miedosos, y que en la segunda foto parece que te van a morder. ¿Ves? La mirada les cambia.” El contraste. En las cejas, por ejemplo. Rectas, antes. Arqueadas, como si estuviesen siempre viendo un objetivo, después.

En la mitad del libro se publica una fotografía de cada uno de Los maloscuando ya habían hecho lo suyo. De lo anterior -de lo que fueron en un principio, de lo que pudieron ser, de la grieta, del momento en que se convierten en la materia prima de este libro- quedan los perfiles.

Son casi seiscientas páginas. Que se sentirán necesarias. Alarmantes. Que harán que se levante el rostro hacia el cielo buscando algo de calma. Pero ¿hay cielo?, ¿hay un cielo que pueda cobijar tanto mal? Y la lectura será infeliz, y responsable y cómplice, y desesperadamente incapaz de hacer algo para que pare, para que sea diferente.

*Este artículo fue publicado originalmente en el blog de la librería Eterna Cadencia. / Ilustraciones de Jazbeck Gámez