Por: Marcela Nochebuena | Animal Político
A sus 10 años, y ahora en cuarto de primaria, ‘Alfonso’ –a quien se le ha cambiado el nombre para resguardar su identidad– está en proceso de superar el acoso escolar que conoció desde sus primeros años de estudiante. Tras cursar los primeros ciclos escolares en línea por la pandemia, siguió más tarde a un modelo híbrido.
Desde entonces, algunos profesores le comentaban a sus padres que tenía problemas ocasionales para fijar su atención y concentrarse. En el tiempo de pandemia fue complicado notarlo y que comenzara con terapias de motricidad, parecidas a la estimulación temprana pero con un niño de seis años. Siempre le costó trabajo la interacción con sus pares.
“Él hace el intento, pero no lo logra. No logra sentirse aceptado, no logra sentirse parte del grupo. Nos cuesta mucho trabajo porque realmente él y nosotros como familia hacíamos un gran esfuerzo porque fuera a la terapia, pero era muy complicado el tema escolar en general, no solamente académico, sino la socialización”, relata su mamá.
En segundo de primaria empezó a compartir grupo con un estudiante con autismo. Otros alumnos le ponían como reto que molestara a su compañero para poder aceptarlo. Fue cuando sus padres se dieron cuenta de la importancia del tema de la socialización. Terminaba presionado y al final, “víctima de sus propios actos”, describe Jessica, su madre.
Ya en terapia psicológica, en tercero de primaria y sin aquel compañero, la agresión comenzó a dirigirse hacia él: toleraba actos de exclusión en juegos para los que él mismo llevaba los insumos, que le rompieran sus cosas o se las quitaran, que lo molestaran y otros abusos para conservar a sus “amigos”. Al regresar de unas vacaciones de Semana Santa, Jessica recuerda el momento más trágico:
Recibió una llamada al mediodía en la que le pedían recoger a su hijo que había tenido un “accidente”. Se fue para el colegio rapidísimo, para encontrarlo con la playera marcada con sangre y la cara hinchada. Las autoridades escolares, dice, no le comentaron de inmediato a la psicóloga que llevaba tiempo acompañándolo, y nadie estaba junto a él cuando su mamá llegó.
Alfonso relató que le habían pateado la nariz por “accidente”, cuando habían ido por un balón y ya no había. “G. dijo que yo era el balón, me tiró y me empezó a patear”, contó a su mamá. Después, el agresor se había enojado porque la sangre había manchado su tenis, y terminó yéndose. “Revivirlo me duele mucho, porque era un niño de 9 años, en un lugar donde se suponía que debía estar completamente seguro. Cuando pasó eso fue como el punto cero. Ahí ya dijimos ‘esto ya no es normal, está totalmente fuera de control”, confiesa con pesar.
Desde el concepto que tenía Alfonso de sí mismo y su deseo de pertenencia, el hecho de que las autoridades escolares no se lo hubieran entregado formalmente a la madre y la violencia entre los menores de edad, todo le parecía fuera de control. Jessica decidió levantar un acta de hechos en el ministerio público. Su hijo no pudo estar ni siquiera en el festejo del día del niño. Cuando por fin hablaron con el director general, sus papás se dieron cuenta de que ni siquiera estaba enterado.
“Hablamos con él muy lastimados, porque le decíamos ‘pasó el día del niño, esto fue lunes, hoy es viernes y no nos han llamado para preguntarnos cómo están’. Como que nosotros esperábamos una mayor respuesta del colegio o un mayor seguimiento y no estaba ocurriendo”, lamenta. Las autoridades no sabían porque incluso los niños habían dado otra versión.
“Fuimos a hablar con el director, le llevamos un documento, le dijimos que sabíamos que nuestro hijo tenía ciertos derechos dentro del colegio, que nos sentíamos muy lastimados y defraudados de que se le haya expuesto de esa forma dentro del colegio, y a partir de ahí cambió todo el manejo que se estaba dando, porque en realidad no se estaba dando ninguno”, añade.
Aunque primero desearon la expulsión del niño que le había pegado a su hijo, después entendieron que también tenía derecho a seguir en la escuela. Sin embargo, sí se aplicó una suspensión activa. En adelante, Jessica vio una actitud más positiva por parte de la escuela. Ahora, Alfonso, diagnosticado con déficit de atención con hiperactividad, está en tratamiento y en un nuevo ciclo escolar en el que le va mucho mejor. Gracias al trabajo en conjunto, remarca su mamá.
“La normativa ha quedado en el papel, pero no en el territorio”
Jesús Villalobos, vocero de la Red por los Derechos de la Infancia en México, explica que para atender estos casos, en la Ciudad de México se ha impulsado un protocolo en contra del acoso escolar a partir de que en 2014 se promulgó la Ley General de los derechos de niñas, niños y adolescentes, que en su artículo 59 establece la obligación de las autoridades de crear ambientes libres de violencia en instituciones educativas. Sin embargo, esa normativa quedó en el papel y no se ha aplicado en el territorio.
Con los protocolos pasa lo mismo. Si bien impulsan sistemas de atención al acoso escolar en todos los niveles, aunque a nivel federal y estatal puedan existir normativas, a nivel municipal o hiperlocal no hay suficiente claridad o ideas concretas de cómo aplicarlas, y ese es el nivel de contacto más cercano a la ciudadanía.
“La Ciudad de México ha impulsado un protocolo, pero quien tiene atención directa con la niñez y la adolescencia no solamente no lo conoce, sino que además carece completamente de todos los elementos para poder llevarlo a la práctica y de la formación que tiene que ver con derechos de la niñez y adolescencia”, puntualiza.
El caso reciente de Fátima, pero también el de Juan Pablo y Norma Lizbeth, tendrían que ser paradigmáticos –dice Villalobos– para que no se repitieran, pero siguen y lo único que va cambiando es el nombre de la escuela, de las autoridades y de las víctimas. Y ahora tenemos cifras alarmantes.
La hospitalización de Fátima en febrero de este año como resultado del hostigamiento que vivía en su escuela avivó la discusión en torno al acoso escolar, pero antes ya se habían registrado otros casos emblemáticos: la muerte de la estudiante de secundaria Norma Lizbeth en los primeros meses de 2023, luego de ser golpeada por una compañera que solía agredirla y agonizar 15 días en el hospital, así como el ataque a Juan Pablo, en julio de 2022, un niño de origen otomí que fue quemado por sus compañeros en una telesecundaria en Querétaro tras una larga historia de violencias y discriminación por no hablar español.
Juan Martín Pérez García, coordinador de Tejiendo Redes Infancia, señala que la omisión de las autoridades se manifiesta en un mismo patrón que se repite en todos esos y otros casos: desestimar los reportes de acoso escolar a partir de la idea equivocada de que es un problema “de o entre estudiantes”. Incluso, las autoridades suelen llegar a acuerdos entre familias mediante pagos o reparaciones del daño como única solución, para privilegiar su imagen institucional, pública o privada.
Acoso escolar, una estadística que no deja de crecer
Bullying sin Fronteras, una organización global que genera un estudio comparativo de datos, coloca a México como el segundo lugar a nivel mundial en casos de acoso escolar. Analizan que en 2024 sumaron en el país 280 mil, y se trata solo de los que tienen consecuencias violentas. Además, concluyen que 7 de cada 10 niñas, niños y adolescentes –aunque no lo reporten– han vivido algún tipo de acoso.
Para Villalobos, dos problemáticas son claras: los instrumentos a nivel estatal no tienen reflejo en instrumentos locales, es decir, en cada escuela, con sus propias dinámicas y medidas aplicables, debería existir un protocolo de actuación adaptado. Por otro lado, los profesores y las autoridades hacen caso omiso de la situación.
“Siempre aparecen dos actores nada más: quien recibió el castigo y quien fue violentado, y quien es violentado y su familia piden castigo. Se resume esa problemática en dos actores, pero no se toma en consideración que quien tiene que garantizar que la escuela sea segura, que sea un lugar a donde vayas con la tranquilidad de que vas a estar en un ambiente libre de violencia, son las autoridades locales”, apunta.
La falta de atención de las autoridades a la problemática del acoso escolar se refleja también en la variedad de estadísticas al respecto. El Consejo Ciudadano para la Seguridad y Justicia de la Ciudad de México reporta, en específico, que entre 2019, previo a la pandemia, y 2024, hubo un aumento en los casos de acoso escolar en la capital del 205 %, mientras que en la Encuesta Nacional sobre Discriminación se calcula que el 28 % de las y los adolescentes –12 a 19 años– han sido acosados en algún momento en sus entornos escolares, es decir, 3.3 millones de estudiantes.
Actualmente, en el país hay 43 millones de personas cuya edad está entre los 0 y los 19 años, según datos del Sistema Nacional de Protección de Niñas, Niños y Adolescentes (Sipinna).
No hay estrategias en torno a una cultura de paz frente al acoso escolar
Villalobos recuerda que la única estrategia que ha dado resultados contra el acoso escolar –contrario a los castigos– es la cultura de paz: “Cuando enseñas a la niñez y la adolescencia, permanentemente, en el aula de clases que tiene que haber equidad de género, masculinidad sana, y que además se tienen que conocer, respetar y promover los derechos de la niñez y de la adolescencia.
“Es ahí donde se tendría que empezar para que después también permee en los padres de familia y los demás actores de la sociedad”, señala el especialista. No se trata solo de falta de capacitación de las autoridades escolares, sino de un viraje en la mirada para dejar de normalizar la violencia.
El especialista recuerda que según datos del propio gobierno, 2.9 niñas, niños y adolescentes mueren diariamente producto de la violencia en el país, es decir, a causa de homicidios dolosos. Frente a esa realidad, no hay una respuesta que involucre la elaboración de políticas públicas, mientras que el plan nacional de desarrollo de la niñez y la adolescencia está completamente olvidado.
Una de las necesidades inmediatas, desde su perspectiva, sería dejar de normalizar la violencia y que el Estado garantizara que se genere una cultura de paz. Sin embargo, las políticas solo están encaminadas a vigilar y castigar. “No hay políticas encaminadas como tal al cambio de paradigma en cuestión de seguridad nacional”, apunta. Por un lado, es necesario cambiar la percepción sobre la seguridad y, por otro, impulsar la recomposición del tejido social.
Para Pérez García, uno de los principales asuntos de sentido común, consignado por la ley, es creerle a las niñas y niños, desde una responsabilidad adulta para comenzar a generar condiciones y, como ha insistido la oficina de Naciones Unidas, superar la idea de que el acoso escolar es un problema de estudiantes.
“El acoso escolar como un acto de violencia sistemática forma parte de una dinámica de la comunidad educativa. Esto implica que hay violencia entre estudiantes, por supuesto, que es la más visible, que es la que escuchamos y se hace viral, pero también hay casos, y se han documentado, de violencia de los maestros contra los niños y niñas”, explica.
Esas conductas, abunda, son solamente una reproducción social de la violencia que las infancias viven. Tres aspectos contundentes en los estudios académicos e investigaciones es que están reproduciendo la violencia que viven personalmente en su familia, su comunidad o la propia escuela.
“Están en una condición muy grave de violencia, de abandono particularmente de las autoridades, y al mundo adulto nos sorprende que reproduzcan la violencia cuando es la comunidad educativa la que lo permite, tolera y garantiza con impunidad”, critica.
Reconocer eso obligaría a poner el foco en la comunidad educativa y en las obligaciones de las autoridades, lo que no exime a las familias, pero “el juego de ping-pong de culpar la escuela a las familias y las familias a las escuelas se tiene que acabar”.
“Ambas partes son adultas y ambas tienen responsabilidades legales. No hay un compromiso sostenido, con recursos y formación especializada, para reconocer que la violencia es expresión de la comunidad educativa, y no se ha logrado un cambio cultural. Tenemos un millón de maestras y maestros en sindicatos, al servicio de gobiernos, desde hace varios años, que se dedican a protegerlos en contra de los derechos de niñas y niños. Cuando hablamos de sus derechos, lo ven como una afrenta, como algo que va en contra de su rol de educadores”, concluye.