Historias de pobreza o violencia similares se multiplican entre los integrantes de la caravana de centroamericanos que buscan una vida mejor pero que todavía no saben cuál será su destino.

 

 

 

 

 

En el tercer cumpleaños de la hondureña Brithani Lizeth Cardona Orellana hubo pastel, pero también llanto.

Su abuela y su tía intentaron convertir la humilde casa de concreto en las afueras de San Pedro Sula en un salón de fiestas, pero la niña de pelo corto ondulado y sonrisa pícara no tenía las dos cosas que más quería en ese momento: una piñata con forma de muñeca y sus padres.

Ese mismo día de octubre su madre Orbelina Orellana, de 26 años, y su padre Elmer Alberto Cardona, de 27, dormían en la calle de un pueblo del sur de México junto a miles de migrantes que intentan llegar a Estados Unidos en una caravana sin precedentes.

A pesar de la distancia, Orellana consiguió por Whatsapp una foto del cumpleaños con un audio de la niña. Escucharla llorar y decir “te amo, mamita”, la hizo derrumbarse. “No me quería ni levantar”.

Las redes sociales, los mensajes de texto y las breves conversaciones telefónicas son la vía mediante la que miles como Orellana y Cardona contactan con sus familias para confirmar que siguen bien mientras cruzan México, un país donde muchos migrantes son secuestrados, asesinados o simplemente desaparecen.

Escuchar a sus seres queridos hace que los invada la nostalgia, como ocurrió el día del cumpleaños de Brithani, pero también les da fuerza para continuar el difícil viaje de casi 5 mil kilómetros desde su tierra natal a la ciudad mexicana de Tijuana, en la frontera con Estados Unidos.

Hace años el camino al norte podía convertirse en un agujero negro de información en el que las familias podían pasar semanas o meses sin saber de sus seres queridos, que podían llamar tiempo después de entrar a Estados Unidos o aparecer en la puerta de la casa porque los habían deportado.

Pero las redes sociales han cambiado todo.

En esta caravana, que ha llegado a reunir a 7 mil migrantes en algunos momentos, tener un celular es un tesoro del que no todos disfrutan. Si disponen de uno, generalmente tiene conexión a internet, hay que tener cobertura, batería -no siempre es sencillo cargarla- y, sobre todo, saldo. Los afortunados suelen compartirlo con sus compañeros de viaje para que entren un momento a Facebook para decir que están bien, mandar un mensaje de texto o pedirles recargas a familiares en Estados Unidos.

Orellana y Cardona tenían un teléfono e intentaban llamar todas las tardes a San Pedro Sula a medida que la caravana descansaba, si había suerte bajo techo o instalados en la calle o plazas públicas.

“Yo le digo que siempre la voy a querer y también que la amo mucho y ella me dice que mejor que no la extrañe, que ella me va a mandar a traer”, explicó Janeisy Nicolle, la hija mediana de la pareja de cinco años, desde la casa de su abuela.

En esas breves conversaciones no siempre se dice toda la verdad para no preocupar más de la cuenta. Es mejor omitir detalles como cuando el matrimonio quedó varado en la carretera del norte de México en un sitio frecuentado por el crimen organizado, o que en la casa en San Pedro Sula escasean el arroz o los frijoles ahora que el pequeño sembradío de piñas de la familia no tiene nada para vender.

“Aquí es dura la vida”, dijo Deysi, la hermana de 29 años de Orellana. “Pero ahí también es difícil”.

Muchas personas de la caravana optaron por viajar con sus hijos -había más de 300 menores de cinco años a su paso por la Ciudad de México, según un censo hecho por las autoridades capitalinas- porque no tienen con quién dejarlos o ven más peligrosa esa opción. Otros, en circunstancias similares, deciden todo lo contrario.

Orellana y Cardona siguen creyendo que dejar a sus hijos en San Pedro Sula fue la mejor elección, aunque tienen claro que en cuanto consigan trabajo en Estados Unidos o México los traerán consigo.

A fines del año pasado, cuando la reelección del presidente hondureño, Juan Orlando Hernández, provocó muchas protestas, el negocio de la pareja se resintió con los disturbios que hicieron cerrar muchas tiendas de pequeños productos electrónicos que ellos compraban y revendían en la calle. A veces, casi todo lo que ganaban se les iba en transporte y les quedaba poco para la comida.

Pidieron un préstamo a los únicos que les fían a los pobres: los pandilleros. Pero los problemas se multiplicaron cuando al comenzar a retrasarse en los pagos, una deuda de 250 dólares se convirtió en 700. Entonces llegaron las amenazas de muerte.

“Si no hay cómo pagarlo, ellos buscan otras maneras, por eso me da miedo”, explicó Orellana.

Para colmo de males, su pequeña casa de madera se derrumbó por acción de las polillas.

“Sufrían mucho… hasta lloraban a veces”, dijo la madre de Orellana, Evangelina Murillo, una enferma de cáncer de 69 años que vive con su hija, su yerno, dos hijos solteros y ahora con sus tres nietos en la casa con una habitación y una cocina que le regaló una iglesia cristiana. La vivienda está en una colonia rural en las afueras de San Pedro Sula, una de las ciudades más violentas de Honduras, donde pueden matar a un hombre para robarle un cerdo, como le pasó a uno de sus hijos.

Historias de pobreza o violencia similares se multiplican entre los integrantes de la caravana de centroamericanos que buscan una vida mejor pero que todavía no saben cuál será su destino, ya que los trámites de asilo en Estados Unidos se han endurecido y podrían quedarse meses varados en Tijuana.

Orellana y Cardona habían intentado emigrar hace cuatro años, pero fueron deportados desde el sur de México. Cuando escucharon en la televisión que se estaba formando una caravana no lo pensaron. Orellana pasó corriendo a la casa de su madre para buscar unas zapatillas y se fueron colina abajo hacia la terminal de San Pedro Sula.

Lo más duro fue escuchar a la más pequeña gritando “no me dejes mamita, no me dejes” mientras se aferraba a sus piernas.

“Yo decía ‘no me la puedo llevar, es mucho riesgo’”, recordó Orellana con el corazón partido y aferrada a dos medallitas de la Virgen de Guadalupe que llevaba colgadas al cuello, una con las iniciales de sus hijos.

Su hermana Deysi quedó a cargo de las dos niñas y del niño, Kelmer Alberto, de nueve años. “’Ahí me los cuidas’ me dijo Orbelina. ‘Váyanse entonces’, dije yo. Si nosotros comemos ellos van a comer, si nosotros aguantamos ellos aguantan”, explicó la mujer de labios gruesos y pelo alborotado reconvertida en madre de los pequeños.

Las comunicaciones casi diarias desde México se interrumpieron cuando a la pareja le robaron el celular. En esos momentos la única información era la que llegaba por televisión, siempre encendida en la casa, y donde los choques en la frontera o los rumores infundados sobre la muerte de un niño intranquilizaban.

“Cuando vemos esas imágenes nos ponemos preocupados y solo pido a Dios que me los guarde”, afirmó la madre.

Pensar en sus hijos dio fuerza al matrimonio en los momentos más duros: cuando perdieron sus identificaciones en el puente que une Guatemala con México, al subirse en camiones de basura para recorrer más rápidamente algunos tramos, al caminar bajo un sol abrasador o enfermarse cuando el frío los sorprendía en el camino.

“Cuando me daban ganas de regresarme me decía ‘púchica, voy a la misma miseria siempre. Si ya estoy aquí tengo que enfrentarme a lo que venga para darles una vida mejor a mis hijos’”, señaló Orellana.

A punto de llegar a Tijuana, donde decidirían si cruzar a Estados Unidos o pedir refugio en México, el matrimonio confiaba en hablar con sus hijos este domingo, una fecha importante para la familia. Janeisy Nicolle cumplirá seis años.

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